Viaje 7: Tanzania, un mundo nuevo (Parte 1) por Pablo Arconada

DÍA 8: MIRANDO AL NORTE

 Aquella mañana salté literalmente de la cama: ¡me iba a Tanzania! Empaqueté rápidamente todos mis trastos y bajamos al pueblo para hacer un poco de gasto entre los locales. Yo había dejado mi mochila en el lodge, ya que me iba por la tarde, pero Nadia caminaba con su mochila a la espalda. Se iba de vuelta al sur, pararía en Nkhotakota en busca de aquellos españoles y volvería a Lilongwe, donde se reencontraría con el bueno de Andrés. Montó en un minibús, no sin antes despedirnos con un abrazo de esos que duran un rato. Nos íbamos a ver en unos diez días más o menos, pero nos despedíamos por el momento como compañeros de viaje.

De vuelta al lodge, comí con Marta un delicioso guacamole hecho por nosotros mientras mirábamos al lago. Antes de irme hablé con mis padres por teléfono, ya que no sabría cuando volvería a tener línea hasta que cruzara a Tanzania, y me despedí de las chicas: Laura, Marta y Lotta, un grupo estupendo con el que espero reencontrarme algún día. Estaba hecho. Me encaminé hacia el pueblo por última vez y me monté en el que pensaba era el último minibús: viajaría hasta Mzuzu y allí compraría un billete para el autobús que cruzaba la frontera y llegaba a Mbeya. El minibús tardó más de lo esperado, y llegué al atardecer a Mzuzu, una ciudad curiosa: repleta de gente, pero limpia y ordenada, donde el Malawi más moderno se fundía con el Malawi tradicional.

Bajé de aquella furgoneta mochila a la espalda y pregunté entre los viajeros dónde podía comprar mi billete. Uno de ellos me acompañó hasta una oficina donde me aseguraron que el bus pasaría a las 12 de la noche y que, tras cruzar la frontera, me llevaría hasta Mbeya, así que pagué por mi sitio. Aún faltaban más de cuatro horas para coger aquel autobús, así que le pregunté a mi nuevo amigo Renat dónde había un supermercado. Quería aprovisionarme con algo de comida y agua antes de partir. Renat me acompañó hasta el supermercado y siguió conmigo hasta que se aseguró que estaba sano y salvo en la estación. Renat hablaba despacio y con mucho optimismo sobre la vida en Malawi: me habló de sus expectativas, de su familia y de sus sueños. Al llegar a la estación se despidió de mi con un abrazo y desapareció, fundido entre las luces y las sombras de la ciudad.

Después de despedirme, empecé a pensar cómo matar el tiempo hasta las 12 de la noche: cenaría y me tomaría una cerveza en alguno de los locales de la estación. De camino me encontré a Jack, un joven rastafari de 22 años que se sentó a mi lado, y empezamos a hablar. Compartimos un plato de arroz y me contó cómo se sentía; tenía mucha curiosidad y se pasó largo rato preguntando sobre mi vida. Bebimos cerveza mientras contemplábamos la estación: decenas de autobuses, gente hablando, jugando al billar o incluso bailando en un pub a unos metros del local donde estábamos cenando.SONY DSC

Allí estábamos sentados tranquilamente cuando el hombre que me vendió los billetes se acercó a mí y me dijo que entrara en la oficina: hacía frío y, según me dijo, la estación no era del todo segura para un blanco. Más que por el miedo a las advertencias, el frío terminó de convencerme. Me acabé la última cerveza y me despedí de Jack. En la oficina había una mujer esperando con la que entablé conversación durante un rato y me comentó que iba a Tanzania por motivos de trabajo. Media hora más tarde nos indicaron que nuestro autobús estaba esperando, pero algo no encajaba: en primer lugar, eran solo las diez de la noche; faltaban más de dos horas para que el autobús que había salido de Lilongwe pasara a buscarnos y, además, estábamos saliendo de la estación.

Acabé montado en un minibús. Había pagado por un autobús que me llevara a Mbeya, pero algo me decía que tan solo me acercaría a la frontera. Sin pensármelo dos veces, bajé de allí y busqué al señor que me había vendido aquel tique. Me explicó que el autobús no había salido aquél día, pero que igualmente el minibús me llevaría a la frontera y que, al cruzarla, otro transporte me estaría esperando. Aquello me sonaba a cuento chino, pero no podía hacer otra cosa. Finalmente, nos pusimos en camino. Del viaje no recuerdo mucho, ya que solo abrí los ojos un par de veces. Llegamos a Karonga en torno a las dos de la mañana; y a la frontera, a las tres.

De nuevo hubo un imprevisto: nos hicieron bajar del minibús y nos indicaron una pequeña guest house con bastante mala pinta. Nos dijeron que allí dormiríamos unas cuatro horas y que estaba pagado. Algo me olía raro, pero tenía demasiado sueño como para seguir sospechando.

 

DÍA 9: BIENVENIDOS A TANZANIA

Aporreaban la puerta cuando me levanté un tanto confuso. El dueño del hostal me indicó que era SONY DSCla hora y que en unos quince minutos abrirían la frontera. Esperé cinco minutos en la puerta de aquél viejo edificio con la señora que conocí la noche anterior en Mzuzu. Cuando el dueño salió, me exigió que le pagara la pernoctación, a lo que me negué: estaba todo pagado, eso es lo último que me dijo aquel caradura cuando bajamos del minibús y que, obviamente, había desaparecido. La factura era irrisoria, unos 50 céntimos, pero me dolía más el orgullo que el bolsillo. Sin embargo, aquella señora hizo el amago de pagar mi parte y me sentí realmente mal, por lo que al final le di la suma que pedían.

Uno de sus trabajadores nos acompañó hasta Tanzania, después de pasar el control. El guía no hablaba ni papa de inglés y, cada vez que me refería al transporte que supuestamente me llevaba a Mbeya al pasar el control, se hacía el loco. Estaba claro que no había ningún minibús y que me tocaría pagar por un transporte a Mbeya, así que me preparé para un segundo asalto que, desde luego, no iba a perder. Pasamos los controles y el guía me llevó hasta los buses. Por fin estaba en Tanzania. No podía creérmelo.

Si bien tuve que retener la emoción un poco más y enfrentarme al guía. En el autobús me pedían unos 5000 chelines (2€ al cambio) para llegar a Mbeya. Bajé de allí con la mochila y le exigí, casi por signos, que pagara aquel billete con el dinero que le habían dado la noche anterior. Negó con la cabeza varias veces, enfadado, hasta que señalé a la policía. No hicieron falta más palabras. Se acercó al autobús y pagó mi billete. Ahora sí, estaba emocionado. Por la ventana se asomaba un nuevo mundo: enormes montañas y verdes campos de té que se mezclaban con pequeños pueblecitos llenos de gente por todas partes, ruido, música, motos, voces que cantaban alegres y vendedores ambulantes. Todo era distinto: no se parecía a Zambia, Botswana o Malawi.

Lo primero que me impactó fue que, a diferencia de Zambia, poca gente habla un inglés fluido. Así que me puse a repasar mis apuntes de suajili exprés que Nadia y Marta me habían preparado. En poco más de dos horas llegamos a Mbeya, una ciudad normal y corriente, pero que estaba rodeada por colinas de un verde intenso. Nada más llegar a la estación, busqué una oficina de autobús y reservé mi billete con destino a Moshi, en el norte del país y próximo a la frontera con Kenia, para el día siguiente. Di con una acogedora guest house y allí me choqué de bruces contra el muro idiomático: en aquella casa vivían la dueña y sus tres hijas, de las cuales ninguna hablaba en inglés. Me puse manos a la obra y, entre gestos y gritos, conseguimos hacernos entender. Aquella señora me ofrecía una habitación con baño por 12.000 chelines, algo menos de seis euros. Qué puedo decir, le comuniqué como pude si tenía algo más barato. Me ofreció una habitación doble sin baño por la mitad de precio y la acepté feliz.

Salí a conocer la ciudad y monté en piki piki. Así se conocen en Tanzania a las motos que por unos céntimos te transportan rápidamente a través de la ciudad. Un transporte barato y bastante peligroso, aunque siempre depende del conductor. Pagué al motorista un poco más para que me llevara a las afueras de la ciudad y me diera una vuelta por toda la urbe. A lo largo del día fui catando las diferentes cervezas que Tanzania ofrece: Kilimanjaro, Safari, Tusker… Cervezas que, por cierto, son de medio litro y que cuestan alrededor de un euro. Parece que la colonización alemana dejó en la antigua Tanganika una de las mejores costumbres germanas. Pasé el resto del día de aquí para allá y me acerqué a cenar a uno de los puestos de comida donde, por un euro, tenía arroz, alubias y carne para un ejército. Mientras cenaba, varios tanzanos me saludaban sonriendo y algunos me hablaban en suajili divertidos.

El sol se había ido hace un rato y volví a mi humSONY DSCilde hostal. Intenté comunicarme con la señora para informarle de que me iría sobre las cinco de la mañana. Esta vez me costó un poco más hacerme entender. Para los suajilis el tiempo se mide de otra forma: el día no empieza a la medianoche, sino con la salida del sol, que es siempre a las 6 de la mañana. Por tanto, entre el uso horario occidental y el suajili había seis horas de diferencia. Al final, pareció que sí me había entendido y me recogí para descansar, que lo del día siguiente parecía un poco duro.

 

DÍA 10: MI DESTINO ES EL CAMINO

 Toc, toc, toc. Llamaron a la puerta. Me juré que en mi próximo alojamiento dormiría más de ocho horas sin toquecitos en la puerta. Me incorporé lentamente y abrí. Mi querida casera me gritaba alterada en suajili. Me había quedado dormido. Salí echando leches de allí directo a la estación en medio de la noche. Llegué a la oficina, donde me dijeron que tenía que pagarles más por el servicio de llevarme hasta donde estaba el autobús. Les mandé a freír espárragos y lo busqué por mi cuenta. A las seis de la mañana llegaron un montón de autobuses con diferentes destinos: Dodoma, Dar es Salaam, Iringa, Arusha… Pero no había ni rastro de mi compañía. Los minutos corrían y una hora más tarde allí seguía esperando.

Pensé por un momento que quizás en el barullo de la estación el grito de Moshi me había pasado desapercibido y que mi bus ya se había marchado. Sin embargo, por la esquina apareció un flamante bus de la compañía Hood. Ya en mi asiento me enteré de que el viaje duraba unas veinte horas aproximadamente; es decir, llegaría a las cuatro de la mañana a las faldas del Kilimanjaro. Las horas fueron transcurriendo entre cabezadas, capítulos de libros y conversaciones vía Whatsapp. Cuando me quise dar cuenta habían pasado más de ocho horas y no se me había hecho largo. Por la ventana veía cambiar los impresionantes paisajes de Tanzania: de los campos de té y las montañas húmedas a las llanuras rojas y los bosques de baobab. Pude ver incluso a los elefantes al sol junto a la carretera, ya que un tramo de nuestro camino atravesaba el Parque Nacional de Mikumi. Yo no lo sabía, pero estaba en las proximidades de Morogoro.

Fue entonces cuando me dio por mirar el mapa porque me parecía extraño no haber atravesadSONY DSCo ya Dodoma, la capital del país. Google Maps me desconcertó; Morogoro estaba en el este del país, no muy lejos de Dar es Salaam, lo que significa que estaba dando un rodeo digno del Antiguo Testamento. Fue precisamente allí, en Morogoro, donde hicimos la única parada, y fue una parada larga porque tenían que revisar todo el autobús y teníamos unas dos horas. Así que decidí ver un poco la ciudad. Me gustó tanto por las enormes montañas que rodean a la ciudad como por sus anchas calles. Cuando se acercaba la hora decidí volver a la estación con tiempo para visitar el baño. Me había entrado un apretón y, por suerte, no había sido en el autobús, que obviamente no contaba con baño en sus instalaciones. Llegué a un oscuro agujero con las paredes negras. Sin tiempo para dudar, me puse en cuclillas. Lo peor que podía ocurrir pasaba: el claxon del único autobús que había en esa parte de la estación empezó a pitar. Salí disparado, colocándome los pantalones como podía. Mi autobús comenzaba a arrancar.

Mis compañeros de viaje gritaban al conductor entre risas mientras el mzungu viajero conseguía volver a su asiento. El resto del viaje se me pasó volando, tanto por las múltiples visitas que los tanzanos me hacían para hablar conmigo después del cómico episodio como por el conductor, que pisaba el acelerador como si no hubiera mañana. A las tres de la mañana llegaba a Moshi. El viaje había durado exactamente 20 horas y ya no sentía las piernas. Subí a un piki piki en busca del Karibu Hostel, donde Elena y Joan (dos amigos de Nadia a los que había conocido unas semanas antes en Livingstone) me habían reservado una cama en habitación compartida. Tras unos minutos de desorientación, di con mi nuevo hogar.

 

DÍA 11: HAPPY BIRTHDAY

Desperté antes de lo esperado y fui directo a desayunar debido a que mis tripas comenzaron a devorarse uSONY DSCnas a otras. En el comedor había un grupo de españoles que trabajaban para la ONG “Born to Learn” y aquel hostal era su hogar. Les saludé tímidamente mientras engullía las tostadas y al rato aparecieron Joan y Elena, a los que casi no tuve oportunidad de conocer en Zambia. Resultaron unos anfitriones estupendos. Elena trabajaba, pero Joan se ofreció a ir conmigo a dar una vuelta por Moshi.

Agradecí la compañía mientras buscaba el maldito Kilimanjaro, que había decidido esconderse detrás de las nubes. Ya me lo habían advertido: el Kilimanjaro no se deja ver tan fácilmente. Moshi no tiene mucho, pero la compañía y las conversaciones merecieron la pena: desarrollo, situación de Tanzania y de África, un poco de historia, educación…) Después de un rato, decidimos comprar algo para llevar y volvimos al hostal para comer con Elena y el resto de españoles en el jardín, a la sombra de un árbol. Todo muy idílico. Lo cierto es que la comida se me atragantó, pero no, esta vez no fue mi ansia al comer. Una tal Sofía, amiga de Alejandra, me avisaba de que en ese preciso momento iba a la estación para coger un dala-dala a Same, mi siguiente parada.

Mi idea era ir a Same sin ninguna prisa, por la tarde. Ese día Alejandra celebraba su cumpleaños. A ella y a su novio, Víctor, tuve la oportunidad de conocerles en Livingstone, donde pasaron unos días antes de volver a Tanzania un mes antes. Pero aproveché la compañía de ir hasta allí con aquella chica. Así que terminé de comer, me despedí de aquel divertido grupo de españoles, especialmente de Joan y Elena, y me encaminé a la estación lo más rápido que pude. La estación era un caos, literalmente, pero tengo que admitir que al final le encuentras el punto. Sofía dio conmigo y montamos en el primer transporte que pasaba por la pequeña localidad de Same. Se encontraba a poco más de una hora y media de distancia de Moshi y allí nos recibieron con los brazos abiertos: los mejores anfitriones en mucho tiempo.

Esa noche celebramos el cumpleaños de Ale. A la fiesta, además de nosotros cuatro, se sumó Regina, una joven alemana de diecinueve años y un grupo de simpáticos tanzanos que habían terminado el instituto. Ayudamos un poco a preparar la cena, aunque el pobre Víctor se llevó la peor parte: hizo una tonelada de crepes. La bebida casi me hizo llorar. Sobre la mesa había calimocho, allí, en medio de la nada. A pesar del cansancio que teníamos encima, la fiesta se alargó gracias a la voz del joven Kevin, la energía de los tanzanos y el mwenyekiti. El mwenyekiti es algo así como el “jefe”, pero en aquella fiesta era el que dirigía el desarrollo de la misma. Bailamos, hablamos, bebimos y, por fin, llegó el momento de la despedida y… la declaración.

Uno de los chicos estaba enamorado de Regina y no se cortó en decírselo delante de todos. La alemana lo rechazó y Sofía decía desconsolada que esas cosas a ella no la ocurrían. Cosas del corazón. Y el mío no podía más de cansancio y estaba deseando dormir en una cama largo y tendido. Nos despedimos de todo el mundo y llegó el momento. En aquella casa, que pertenecía a un médico de Médicos del Mundo, dormimos Regina, Sofía y yo. Eduardo, el dueño, se la había prestado a Alejandra y a Víctor para organizar la fiesta.

 

DÍA 12: MAMA KEVINA

 Me volvía a sentir joven. Me había despertado con una resaca «calimochera» nivel adolescente. Las chicas y yo nos despertamos a tiempo de que nuestros anfitriones llegaran. Era domingo y no había mucho que hacer. Sofía se iba esa misma tarde y mi viaje continuaba al día siguiente. Así que Ale y Víctor nos llevaron a conocer el proyecto en el que trabajaban, Mama Kevina.

SONY DSCUn montón de niños y adolescentes nos recibieron con muchísima emoción. Mama Kevina es un centro de ayuda para personas con diversidad funcional. Algunos de ellos asisten al centro para rehabilitación, otros viven allí entre semana para poder ir a la escuela y otros, por motivos diversos, viven de forma permanente hasta los dieciocho años. Pero el proyecto va mucho más allá y trata de integrarles en la sociedad tanzana, sobre todo a través del mundo laboral.

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Comimos tarta con ellos para celebrar los años de Ale (vamos por el segundo día de celebración y, como predije, aquello iba camino de convertirse en una boda gitana), cantamos y nos despedimos de aquella familia. Fuimos a casa de Eduardo para comer y nos echamos la siesta. La tarde caía cuando el dueño de la casa, Eduardo, llegó y nos animó a ir a cenar y a “tomar algo”… Sofía acabó cediendo y se quedó aquella noche. Y yo no lo dudé mucho. Supuestamente salía al día siguiente en dirección a la costa, pero me ofrecieron quedarme un día más y no lo dudé. Hablamos de todo mientras las botellas de cerveza fueron conquistando la mesa. No tardamos en pasar de la cerveza al Konyagui, una bebida que se destila en Tanzania y que se parece a la ginebra. Con tanto Konyagui reconozco que aquella noche no me costó mucho cerrar los ojos.

 

DÍA 13: ÁFRICA MÁGICA

 Aquel era (y esta vez de verdad) mi último día en Same. Mi estancia se había alargado más de lo esperado, pero estaba feliz de haber compartido aquellos días con esas personas. A veces tenemos la suerte de encontrarnos con gente maravillosa. Ese día volvimos a Mama Kevina porque Alejandra y Víctor tenían que trabajar y yo decidí echar una mano; no se me ocurría otra forma de conocer más de cerca el proyecto.

SONY DSCComimos allí con Regina, que también trabajaba en el proyecto, y volvimos al pueblo para hacer recados y echarnos la siesta. Teníamos que reponer fuerzas, ya que esa tarde íbamos a subir la montaña del pueblo desde donde íbamos a disfrutar del atardecer. A las cinco de la tarde Regina llamaba a la puerta y comenzamos la ascensión. En menos de una hora coronamos la cima. Lo que nos esperaba arriba no podía ni imaginarlo. A nuestros pies podíamos ver toda la llanura masái, con el monte Meru al fondo y el increíble Kilimanjaro, con su cumbre blanca. Por fin pude verlo. Nadia me había dicho que el Kilimanjaro era mágico, que solo se deja ver cuando él quiere, pero, más que eso, creo que África desprende una magia única.

Había merecido la pena quedarse una noche más en Same. Fuimos a cenar algo y a tomar las últimas cervezas. Cenamos unas chipsi mayai (tortilla de patata), una comida muy común en la región. Era hora de dormir, que al día siguiente madrugaba para ir a Tanga y a Pangani, a orillas del océano Índico, para pasar un par de días de descanso antes de encaminarme a Dar es Salaam.